Alicia Hanting, la asesora perfecta.

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CAPÍTULO:

ALICIA HANTING

Por influencia de la profesora Deysi Morán entré a estudiar Historia en la Universidad Central de Venezuela. A los dieciocho años, sucedió algo que cambió mi vida, recuerdo que estaba en el segundo semestre de la carrera, aún vivía con mis tíos.

Era un día domingo. Estaba leyendo por segunda vez Rayuela en la sala, y mi tío hacía lo propio con el periódico. De pronto tocaron la puerta. «No estoy, dijo mi tío Julián cuando vio que me levantaba. Pensé que era algún vecino que venía a reclamar y ya estaba preparado para soltar cualquier mentira; mi repertorio había aumentado.

Abrí y me encontré al bululú de gente que acompañaba a Rodolfo Nieves, el candidato a la Alcaldía de Caracas. Se iban a realizar las elecciones de alcaldes y gobernadores. La casa, como estaba en la entrada de la Calle Curazao, fue la elegida por el susodicho para hacer su visita de campaña. Mi tía Dianora venía llegando y pensó que por fin los vecinos se habían juntado para cobrarles todas. Cuando se abrió paso entre los presentes y vio a Nieves sentado en la sala, se esforzó por atenderlo; asimismo mi tío. A mí, en cambio, me dio bronca; no era un estúpido, sabía que estaba ahí por los votos, que se iba a tomar la foto con nosotros para comprar a la gente.

Me atreví a decir que los candidatos se acordaban de los pobres sólo cuando se acercaban las elecciones, de resto nunca los tomaban en cuenta. Mi tía me miró con cara de cañón y mi tío se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño derecho, en señal de amenaza. Nieves no se inmutó, expresó que había crecido en la parroquia La Pastora, que sabía cuáles eran los verdaderos problemas de la gente en las zonas populares, porque él era uno más del barrio.

Los aplausos casi tumbaron el techo. Mi tía aprovechó para meterme un pellizco por las costillas, sin embargo, no me quedé callado. Cuando hubo silencio, ataqué de nuevo.

-¿Fue suya la idea de visitar esta casa o se lo recomendaron? -pregunté. Me pitaron. Había un gentío en la casa, como nunca antes.

-Tengo un equipo. La política es trabajo en conjunto. ¿A qué te dedicas, estás estudiando? -volteó la tortilla Nieves.

-Estoy estudiando Historia en la Universidad Central.

-Tú representas la otra cara de los barrios, la que estudia y trabaja. La cara que no se muestra en las telenovelas ni en el cine venezolano. ¿Estas van a ser tus primeras elecciones como votante?

-Sí.

El candidato se puso de pie y me estrechó la mano. Mi intención había sido confrontarlo e incomodarlo, y el tipo me utilizó para hacerse propaganda.

-Aunque no votes por mí, si gano la Alcaldía de Caracas, búscame y te doy trabajo. ¿Cuál es tu nombre?

-Ismael Figuera.

-Un verdadero placer, Ismael Figuera.

Cuando se fue el candidato, mis tíos me armaron un lío. Una actitud que hasta ahora no habían tenido conmigo. Ellos estaban más al tanto de los pasos de Nieves, era la esperanza para romper con el continuismo del partido blanco en la Alcaldía de Caracas. Era cierto que Nieves había nacido en La Pastora, que era gente de barrio, y lo defendían a capa y espada.

En la foto, que salió en un vespertino comunitario, aparecieron mis tíos abrazados con el candidato. «La gente honesta del barrio La Cruz está con Nieves», la frase me llamó la atención. Fue en ese momento que me di cuenta de que yo quería ser parte de ese aparataje. O sería mejor decir, de esa mentira.

Se dieron las elecciones de alcaldes y gobernadores y, entre los ganadores, estuvo Rodolfo Nieves. Por primera vez salía triunfador un candidato independiente en la capital; un duro golpe para los eternos dinosaurios.

Aunque sabía que no me recordaría, de todos modos fui a buscar trabajo en la alcaldía.

Pues bien, me equivoqué. Nieves se acordaba perfectamente de mí. De hecho, mostró cierto agradecimiento. Cuando tuvimos la oportunidad de hablar, me confesó que la conversación conmigo, aquella vez en mi casa, le había entusiasmado. Según él, yo no había hecho como la mayoría, halagarlo hasta el cansancio cuando hacía el recorrido, sino que lo había confrontado en público. Le mentí al decirle que había votado por él. Las mismas palabras me las dijo su mano derecha, Rubén Sandoval, el artífice de que Nieves entrara en la casa de mis tíos, se tomara una foto con ellos y luego se publicara en el vespertino el titular que cité anteriormente.

A partir de aquel día, a pesar de mi juventud, me sumergí en la política. No quería ser como Nieves, sino como Sandoval, quien era el responsable del triunfo.

Cinco años estuve en la alcaldía. Hice de todo, entregué volantes, fui mensajero, manejé ascenso-res; más adelante, en compañía de Nieves y Sandoval, asistí a muchas reuniones y marchas, conocí a una innumerable cantidad de personas, viajé y, sobre todo, aprendí a nadar en aguas profundas.

Nieves tenía buenas intenciones, pero se encontró con un gigante burocrático de cinco cabezas. Había diez ascensoristas para manejar solo tres ascensores, este era el más pequeño de los tantos problemas que quiso eliminar. Quería ser un alcalde cercano, que las personas, sobre todo las humildes, pudieran encontrarlo fácilmente. Se negó a tener escoltas; estos se asustaron, asumieron que pronto iban a ser despedidos. Nieves quería recorrer las calles como si fuese un barrendero, con el fin de encontrar y tapar todos los huecos que afeaban Caracas. No había considerado que la capital era un pulpo de incontables tentáculos.

El primer año logró a medias algunos cambios, despidió a un montón de gente, arregló las calles que pudo con el abultado presupuesto que le llegaba. Inauguró más escuelas que cualquier otro alcalde. La Alcaldía de Caracas era la mina de oro donde todo político quería hacer carrera, en ella entraba más dinero que en cualquier otra entidad gubernamental. Nieves hasta llegó a meterse en las canchas de básquet del 23 de Enero y jugar como uno más. «No quiero fotos», les decía a los periodistas que, por casualidad, se lo encontraban en esos menesteres. Aseguraba que lo hacía por la gente y no por proselitismo.

Al año siguiente ya estaba agotado. El cansancio coincidió con la desaparición de Rubén Sandoval; no murió, solo se esfumó con un montón de plata. Entonces se le presentó, en sustitución de Sandoval, la abogada Alicia Hanting, quien encaminó a Nieves para que no se diera mala vida.

A partir de la llegada de Hanting, volvieron los ascensoristas, los escoltas y demás trabajadores que no hacían nada, lo que le quitó a Nieves un peso de encima, pues lo dejaron tranquilo los sindicatos. Desistió de la idea de estar recorriendo las calles. Casi nunca estaba en la sede de la alcaldía, a no ser que fuese a dar una entrevista ya previamente planificada. Pensó en su futuro económico, comenzó a meter en su bolsillo gran parte del erario público. Se compró no sé cuántos apartamentos por el este. Le abrió las puertas a las licitaciones fraudulentas. Se

olvidó de las escuelas. De vez en cuando inauguraba una cancha cerca de un cerro, a donde iba con una inmensa comitiva y uno que otro periodista para que le tomara una foto de su mejor perfil y escribiera sobre su extraordinaria gestión. En resumen, dejó de ser un idealista y se convirtió en un político más.

La autora de esta obra fue Alicia Hanting, la asesora perfecta.

Alicia era ocho años mayor que yo. Adinerada, pertenecía a una de las familias más pudientes del país. Estaba metida en el mundo de la política porque, en honor a la verdad, era una depredadora; amaba el poder. Su desenvolvimiento me deslumbró. Tenía una respuesta y una sonrisa para todo, manejaba los hilos como una prestidigitadora, sin que nadie se diera cuenta.

La Alcaldía de Caracas se volvió un universo para desarrollar el engaño y la mentira. Dejó de ser aburrida. Eso de estar ayudando a la gente, las primeras intenciones de Nieves, me tenía reventado. La honestidad no mejora la economía de nadie. Hice dinero, más allá de mi sueldo, sin remordimientos. Me mudé del barrio; me compré un pequeño apartamento en La Candelaria. Estaba subiendo como la espuma. Solo habían bastado unos pocos años de corrupción. Lo confieso, me olvidé de mis tíos; sabía que se las iban a arreglar solos. Fueron mis protectores, maravillosos; pero no iba a estar dependiendo de ellos toda la vida. Tampoco pensaba brindarles alguna retribución. Estaba mejorando mi estatus, no podía estar en contacto con gente del barrio. Así tiene que ser la vida de los que suben y de los que se quedan estancados, alejadas. Únicamente me faltaba lograr que Alicia se enamorara de mí como yo lo estaba de ella.

Fui como un perrito faldero de Alicia, me presenté para que supiera que podía contar conmigo para quemar el mundo. La doctora, le decían quienes la rodeaban, respetando la distancia. En cambio, yo la tuteaba como si nos conociéramos de toda la vida. «¿Para qué soy bueno, Alicia?». Y esto tuvo un efecto positivo, le resulté encantador. «¿Qué cargo tienes tú aquí?» preguntó, con una sonrisa pícara en los labios, cuando por fin advirtió mi presencia.

Por Alicia Hanting decidí salir del barrio y olvidar a mis tíos sin complejo de culpa. Abandoné la carrera de Historia e hice las gestiones para comenzar a estudiar Derecho. Me convertí en su asistente personal. No obstante, quería algo más importante, que fuese mi mujer. Cuando le robé un beso en la parte de atrás de su Mercedes, frente a su chofer, me propinó una cachetada y luego una patada en el abdomen. En la noche, me mandó a buscar con su uniformado conductor. Llegué a la Urbanización Miranda con el hambre de un tigre. Esa noche hicimos el amor hasta que me dijo que necesitaba una pausa. Había soñado con ese momento y mi talente viril de joven enamorado no me había dejado mal.

«A mí me gusta suave, no brusco. Lo que me enamora es que me traten como una princesa, no como una cualquiera». Hice todo lo que me pidió. «Nunca había estado con un jovencito», se burló.

Fui curioso. Quise saber qué hacía una mujer como ella, con una familia de abolengo, metida en el oeste de Caracas. Me dijo que la política le parecía divertida y siempre buscaba donde colarse. Averiguó y encontró un cupo en el desastroso equipo de Rodolfo Nieves. Tenía razón en llamarlo desastroso, si no hubiese sido así a un imberbe como yo nunca lo hubiesen contratado. «Quién le habrá dicho a ese pobre hombre que este país tenía arreglo?», dijo Alicia. Una utopía de la cual me alejé de inmediato. «Si yo no le mato esa esperanza, esa esperanza lo hubiese matado a él. Coincidíamos en todo.

A Alicia le gustaba estar en sitios en donde la miraran como una diosa. Yo fui el súbdito que le cumplió ese deseo a cada minuto.

Me sentía triunfante y realizado, no porque hubiese salido del barrio y no fuera un «güevón» como mis hermanos y mis tíos, sino porque había conquistado a la mujer que amaba: nada más y nada menos que la doctora Alicia Hanting. No podía ser de otra forma, era apuesto, encantador e inteligente, me decía en aquel entonces.

Comenzamos una relación desequilibrada: ella era la presencia; yo la parte invisible. Cuando terminó el periodo de Rodolfo Nieves en la alcaldía, este no se interesó en la reelección. Alicia, como lo tenía planeado, se retiró y yo, como era suyo, también. Trabajamos juntos con otros políticos. Mis ideas afloraban, agarraba vuelo, y ella, a su manera, me impulsaba.

-Cásate conmigo -le prepuse un primero de noviembre, un día después de su cumpleaños. Teníamos dos años de relación y estábamos en su casa.

Aunque seguía siendo un invisible, no podía imaginar mi vida sin ella.

Soltó una sonrisa y me hizo una pregunta filosa:

-¿Y con quién vamos a vivir, con tus tíos en el barrio?

A juzgar por mi expresión, tal vez sintió un poco de compasión, debido a que quiso sacarme el cuchillo del pecho.

-Mentira, es una broma. Yo sé que mi novio emprendedor se mudó a La Candelaria… ¿Sí, a La Candelaria?

-Ya no vivo en La Candelaria -dije, casi sin abrir la boca.

-Ah, sí, ya recuerdo, te mudaste a… ¿A dónde fue que te mudaste?

Me había mudado a Sabana Grande. Ella lo sabía, sin embargo, nunca tuvo disposición para visitarme. Confesar lo siguiente me resulta complicado: me dieron ganas de llorar. Nunca me había sentido tan abandonado. Lo señalé antes, esa espina siempre está ahí.

Carraspeé y dije:

-Me mudé para Sabana Grande. Y nunca has querido visitarme! -me atreví a reclamar.

-Ya, qué drama, no es para que pongas esa cara. No se ha acabado el mundo. Hubo un silencio incómodo.

-Te hice una propuesta, Alicia.

-¿Cuál?… Ah, sí, casarnos. Bueno, si les agradas a mis padres, vemos qué hacemos.

Teníamos dos años y no conocía a mis suegros.

Los Hanting vivían en la Lagunita Country Club. Hice mi mayor esfuerzo por mostrar que estaba acostumbrado a pisar una mansión. Esto no sirvió de nada porque esa gente estaba al tanto de dónde venía yo. Era la representación del refrán: «aunque el mono se vista de seda, mono se queda». Odié haber nacido en un barrio cuando, disimuladamente, le echaba un ojo a cada mueble con envidia. Al entrar, Betzabeth de Hanting, la mamá de Alicia, me miró con grima de arriba abajo. Encima, me dejó con la mano estirada, al igual que Mauricio Hanting, su esposo. Alicia tenía dos hermanos, quienes estaban fuera del país; ella era la del medio.

Cenamos. Mi novia me había preparado en cuanto a las normas de protocolo sobre la mesa. El hambre se me había esfumado. Apenas probé la comida, ni siquiera recuerdo qué me sirvieron. Mauricio Hanting me trató como si yo fuese un niño de la calle. Lo admito, me sentí menos. Hay algo que nunca desaprovechan los venezolanos cuando se les presenta la oportunidad, presumirle a otro que están en un escalafón más alto. Me sentía tan disminuido que hasta percibí el aire de superioridad de los sirvientes. Estaba bien vestido, había contado con la aprobación de Alicia, pero la cara de barrio la traía puesta como una máscara de hierro. Mis suegros no se tomaron en serio mi presencia, asumieron que yo era un capricho o una obra de caridad de Alicia. Imagino que los sirvientes también llegaron a la misma conclusión.

«Muchacho, ¿en serio tú crees que te vas a casar con mi hija?», me preguntó Mauricio Hanting directamente, mientras su esposa me miraba con una sonrisa macabra. No respondí nada. «Sí, nos vamos a casar, les guste o no», contestó Alicia, quien se levantó furiosa para ponerle fin a mi tortura. El rechazo de sus progenitores, en vez de perjudicarme, me benefició. Mi amada aceptó casarse conmigo por llevarles la contraria.

Por la repulsión que le había causado a los Hanting, me hice más atractivo, más deseable, de lo que ya era, para mi novia. Cuando estábamos de regreso, se quitó la ropa interior y se me montó encima sin importarle la presencia del chofer.

¿Me conformé con esa migaja? Por supuesto, estaba enamorado. Y ese profundo sentimiento me hacía creer que podía lograr que Alicia enloqueciera de amor por mí en cualquier momento.

Nos casamos en la jefatura de El Recreo, en Sabana Grande, un cinco de febrero.

Prácticamente la empujé; tenía intenciones de echarse para atrás.

Lo de la cena y el rechazo de mis suegros había tenido un efecto breve. Estuvimos solos. Obviamente su familia no asistió, tampoco la mía, y ambos no éramos de tener amistades. Únicamente nos acompañaron unos testigos de oficio, a quienes les tuve que pagar por decir que nos conocían desde hacía un buen tiempo. Comencé a vivir con mi esposa en la Urbanización Miranda. Llegué a adorar aquella casa. Estaba en otro nivel. Había salido de un barrio para llegar a la cima. Estaba orgulloso. Ahora, además de mantener a Alicia enamorada y feliz, deseaba dejar de ser invisible y convertirme en alguien, como me había insistido mi tía.

Obtuve el título de abogado en la Universidad Santa María. Lo que siempre se ha dicho es que lo compré. Y se equivocan. Estudié y cumplí con todos los requisitos académicos. Incluso, estuve entre los tres mejores estudiantes de mi promoción.

Quería estar en el mismo nivel de la doctora Hanting. Tenía el firme objetivo de evitar que se arrepintiera. Anhelaba que estuviera orgullosa de mí. Me esforcé por cautivarla. Y lo logré. Mi humor, creatividad e inteligencia hechizaron a Alicia. Hice que cayera rendida a mis pies con mi encanto.

Seguíamos trabajando en campañas políticas y en publicidad. Éramos los que hacían el trabajo detrás del telón. Hubo clientes que atendí solo, sin embargo, los méritos se los llevaba Alicia, ella era la que tenía el apellido Hanting. Figuera no significaba nada.

Le saqué provecho al deseo de mi esposa de contradecir a sus padres. En las pocas visitas que hicimos a la mansión de mis suegros, me comporté como el peor de los impertinentes. Conté varias anécdotas escandalosas del barrio La Cruz, entre ellas, que habían encontrado en una esquina un feto dentro de una lata de galletas. Hablé de las bandas de criminales compuestas por chamitos que apenas tenían trece años. Dije que la famosa peluquera que había picado a sus tres maridos, vivía cerca de la casa de mis tíos. También me vengué de los sirvientes, los miraba con el mayor desprecio que podían producir mis entrañas.

Venezuela nos quedó pequeña y decidimos explorar otros países, otras culturas. El país del cuatro y la maraca estaba estancado con sus dinosaurios. El apellido de mi esposa abría puertas. Brindamos nuestros servicios en Argentina: trabajamos con Las Madres de Plaza de Mayo. En Guatemala, junto con Rigoberta Menchú, hicimos un trabajo de sensibilización en contra de la violencia. En Colombia contribuimos con la despenalización del aborto. Le allanamos el camino a Ricardo Barrera para que fuese gobernador de la Provincia de Panamá. Éramos un dúo infalible. En lo personal, mantenía vivo el romance. Me había aprendido unas canciones en la guitarra. Alicia moría por el rock argentino. En especial por Charlie García y Fito Páez. Y yo le cantaba, desafinadamente, las más emblemáticas canciones de dichos cantautores. Hicimos teatro juntos en México, en un taller de improvisación. Ella era una excelente actriz; yo un mamarracho. Amábamos ir a ver cine de autor. Si era francés, mejor.

Lo había logrado: la doctora Hanting se había enamorado de mí. La frase que más usaba Alicia conmigo era: «Si me eres infiel, juro que te mato».

Al expresarla perdía su linaje. Me la decía al final de cada acto sexual. Cuando intimábamos se volvía una gatita delicada; no era la mujer ruda. Me gustaba escucharla amenazándome porque era señal de que era de mi propiedad. Alicia era perfecta, no cometía errores; todas las fallas eran mías. Estaba en las nubes con mi esposa.

De regreso a Venezuela, nos reunimos con un antiguo cliente en Parque Cristal. Quería una campaña para que la gente se enganchara con la nueva tecnología: la telefonía celular.

Estábamos conversando los tres y de repente Alicia me dijo que se le habían quedado unos papeles en el carro, que fuera por ellos. Me levanté de forma automática, como lo que era, un empleado. Al salir de la oficina, di unos pasos y de golpe me pregunté: «¿Qué papeles?». Me devolví, abrí la puerta y vi que se estaban cogiendo a mi esposa como me decía que no le gustaba, con brusquedad. Le tenían la cara aplastada contra el escritorio, las piernas abiertas y la penetraban con fuerza cual si fuese una maldita perra en celo. ¡Cómo me costó quitarme esa punzante imagen de la mente!

Mi cerebro me había engañado todo este tiempo. Nunca la había conquistado. La doctora Alicia Hanting jamás estuvo cerca de enamorarse de Ismael Figuera, del muchacho del barrio.

Alicia me fue infiel con otros, lo que pasó fue que a los demás no tuve la fortuna de descubrirlos. Después de lo sucedido presumió de sus andanzas.

Aun cuando era evidente su falta, fue Alicia la que solicitó el divorcio. Según ella, en todo este tiempo la había hecho la mujer más infeliz del mundo. Yo era el culpable de que ese cliente se la haya cogido con rabia. La había empujado a tan impúdica acción. También era culpable de los tantos otros con quienes, por la infelicidad matrimonial, se había visto obligada a tener sexo. Yo que me sentía orgulloso por los clientes que había convencido, y mi ofendida esposa me hizo entender que, para que no se cayeran algunos contratos por mi falta de pericia, ella había tenido que abrir las piernas en varias ocasiones.

Hoy en día me parece divertido y brillante de su parte. En eso de abrir las piernas, me pregunto si habrá tenido que hacerlo con la Premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú. Admito que el trabajo que Alicia hizo conmigo fue impecable. Pero en aquel entonces fue doloroso. Me humillé. «Te perdono», le dije mil veces. ¿Hay alguna humillación más baja que esa? Sí, la hay, cuando eres tú el que pide perdón sin haber hecho absolutamente nada. «Perdóname por hacerte infeliz». Asumí toda la responsabilidad de su desmadre.

Hice todo lo que pude para que volviera a mí. Me le arrodillé en infinidad de ocasiones y le juré que iba a cambiar. Como no me hacía caso, la perseguí. Me acusó y me metieron preso. Por sus influencias, en tres semanas ya estábamos divorciados. El muchacho de La Cruz tuvo que agarrar sus corotos y bajarse de la nube.

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Copyright © 2023 Irrael Gómez

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